Cada año los papás de Martín
lo llevaban con su abuela
para pasar las vacaciones de verano,
y ellos regresaban a su casa
en el mismo tren al día siguiente.
Un día el niño les dijo a sus papás:
«Ya estoy grande
¿puedo irme solo a la casa de mi abuela?».
Después de una breve discusión
los papás aceptaron.
Están parados esperando la salida del tren,
se despiden de su hijo dándole
algunos consejos por la ventana,
mientras Martín les repetía:
«¡Lo sé!
Me lo han dicho más de mil veces».
El tren está a punto de salir
y su papá le murmuró a los oídos:
«Hijo, si te sientes mal o inseguro,
¡eso es para ti!».
Y le puso algo en su bolsillo.
Ahora Martín está solo,
sentado en el tren tal como quería,
sin sus papás por primera vez.
Admira el paisaje por la ventana,
a su alrededor unos desconocidos se empujan,
hacen mucho ruido,
entran y salen del vagón.
El supervisor le hace algunos comentarios
sobre el hecho de estar solo.
Una persona lo miró con ojos de tristeza.
Martín ahora se siente mal
cada minuto que pasa.
Y ahora tiene miedo.
Agacha su cabeza…
se siente arrinconado y solo,
con lágrimas en los ojos.
Entonces recuerda que su papá
le puso algo en su bolsillo,
temblando, busca lo que le puso su padre.
Al encontrar el pedazo de papel lo leyó,
en él está escrito:
«¡Hijo, estoy en el último vagón!».
Así es la vida,
debemos dejar ir a nuestros hijos,
debemos confiar en ellos.
Pero siempre tenemos que estar
en el último vagón, vigilando,
por si tienen miedo o por si encuentran
obstáculos y no saben qué hacer.
Tenemos que estar cerca de ellos
mientras sigamos vivos,
el hijo siempre necesitará a sus papás.
Por siempre en el último vagón
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