Por: Ángel Ruiz-Bazán
La prudencia es un hilo invisible que atraviesa los siglos. Teje silenciosamente la trama de la historia humana, enlazando decisiones, silencios y destinos. Quien la posee camina con una luz distinta, como si llevara en la mente una lámpara antigua capaz de iluminar no solo el presente, sino también las regiones inciertas del porvenir.
En un mundo que exalta la inmediatez, que premia la reacción veloz y castiga la pausa, la prudencia se alza como un gesto casi rebelde. Es un acto íntimo de resistencia, una forma de decirle al tiempo: “No me arrastrarás contigo; caminaré a tu lado, pero con la frente erguida”. Porque la prudencia es, ante todo, una conversación con uno mismo, un espacio interior donde el juicio madura como la fruta en la sombra, sin prisa, sin estridencias.
La mirada que ve más lejos
Ser prudente es mirar con un ojo en el presente y otro en lo que aún no ha nacido. Es leer en los pliegues del día las señales sutiles que otros ignoran: un gesto, una palabra, un silencio, un riesgo. La prudencia tiene la rara capacidad de anticipar, no desde la obsesión, sino desde la intuición iluminada por la experiencia.
Los viejos sabios lo sabían: la prudencia no embrida la vida, la orienta. No es amarrarse las alas, sino aprender a volar sin que el viento decida por nosotros. La impulsividad puede encender hogueras, pero la prudencia construye faros.
El poder callado
Hay fuerzas que hacen temblar la tierra y otras que la sostienen sin ruido. La prudencia pertenece a estas últimas. Es el poder que no se exhibe, la autoridad que no necesita levantar la voz. En los liderazgos verdaderos —los que dejan huella y no cicatrices— la prudencia es la brújula que evita naufragios.
Un líder prudente no corre detrás del aplauso. Sabe que el eco del tiempo es más sabio que el clamor del instante. Mide sus palabras como quien pesa oro; elige sus batallas como quien cuida un jardín; gobierna sus emociones antes de pretender guiar las de los demás.
Y en esa sobriedad hay una grandeza que perdura.
Refugio del alma fuerte
La prudencia no nace del miedo, sino del dominio. Solo quien conoce sus propios desbordes puede contenerlos. Solo quien ha hecho las paces con sus tempestades interiores sabe cuándo es necesario contenerse, cuándo avanzar, cuándo esperar.
La prudencia es un refugio, pero también una espada. Protege cuando es preciso y hiere sin herir cuando basta una palabra justa. Es la forma más elegante de la fortaleza.
Un arte cotidiano
No se aprende de golpe. La prudencia se cultiva como un jardín: a base de pequeñas decisiones, gestos suaves, silencios oportunos. Es el arte de no desgastarse con lo trivial, de no perderse en lo que no suma.
Es la sabiduría de reconocer que no toda verdad debe decirse, que no toda batalla debe librarse, que no todo pensamiento merece escapar al mundo.
Quien domina la prudencia convierte su vida en una obra de artesano: cada acto pulido, cada palabra elegida, cada reacción afinada como si se tratara de una pieza única e irrepetible.
La huella que permanece
La prudencia deja un aroma. Una estela. Cuando los años pasan, los seres humanos recordamos no solo lo que alguien hizo, sino cómo lo hizo: con templanza, con justicia, con una serenidad que a veces parece un milagro en tiempos de ruido.
Al final, la prudencia es un arte porque transforma. Convierte el impulso en sabiduría, la reacción en reflexión y la vida en una obra más profunda y más bella.




Aun así, en estos seis meses de su mandato constitucional ha demostrado firmeza en la lucha contra la centenaria pandemia de la corrupción y honradez al manejar los devaluados recursos del fétido erario público. Los fariseos del PLD, desde su sinagoga enrarecida pretendieron amordazar la primera aurora del gobierno del Partido Revolucionario Moderno (PRM) con la finalidad de florecer miedo y justificar su derrota electoral con gemidos de minotaurosRealmente estamos frente a un honrado presidente preocupado por la salud y suerte de sus conciudadanos, el primero en poner su coraza contra el Covid-19. Entonces, esta administración representa los intereses de los caídos en el pantano histórico de los miserables, como se refleja en la memoria de Víctor Hugo. ¨LOS MISERABLES.¨









Ramón Euclides Holguín Marte, cuyo seudónimo de guerrilla era Braulio, desembarcó junto al coronel Francisco Alberto Caamaño por las playas de Azua, el 2 de febrero de 1973, con la firme disposición de poner fin al régimen de Joaquín Balaguer.
Junto a sus compañeros, desembarcó por Playa Caracoles el 2 de febrero de 1973 junto al coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó para enfrentar el gobierno del entonces presidente de la República, doctor Joaquín Balaguer. Durante la guerrilla, utilizó el sobrenombre de «Braulio», muriendo de hambre y despeñarse del lugar donde se encontraba, en las Lomas de Nizaíto, de San José de Ocoa. Un centro comunal de su comunidad natal lleva su nombre.
Fue recordado por todos los que les conocieron como un joven trabajador y comprometido con su país, y así lo documentan los escritos que hay sobre el sacrificio de los ocho jóvenes. En 1970, Braulio decide salir del país para integrarse al movimiento guerrillero de Caamaño, en Cuba, donde se entrena para ser quien manejaría los explosivos de la guerrilla.

