EFE
«Venimos de Brasil y de Chile. Estamos buscando una vida buena», dijo a Efe Evans Paul Pierre, haitiano de 33 años quien, junto a decenas de compatriotas, llegó a Panamá a través de la selva del Darién, la peligrosa ruta migratoria por la que intentan llegar a Norteamérica.
Evans tiene como destino México. Viaja con su hijo de unos 6 años y huérfano de madre. Ella murió en Chile a causa de la covid-19, relató con su limitado español este joven mecánico haitiano, que salió del país austral a finales de enero pasado.
«Estábamos allá (en Chile) sin trabajo. Por la pandemia se murió la mamá de mi hijo». La idea de este viaje es «la posibilidad de pasar a México y conseguir una cuestión buena para nosotros, para la gente que queremos hacer una vida buena», añadió.
Muchos haitianos llegaron a Brasil para construir los estadios para el Mundial de Fútbol de 2014 y terminadas las obras se fueron a otros países suramericanos. A los problemas de conseguir papeles para establecerse legalmente se sumó la crisis derivada de la pandemia, que los dejó sin medios de vida y empujó a buscar otros horizontes, ahora en Norteamérica.
Así lo explicaron los isleños a Efe en Bajo Chiquito, un remoto caserío indígena panameño situado a orillas del río Turquesa y cerca de la frontera selvática con Colombia.
Es esta peligrosa selva del Darién la ruta que siguen los haitianos, cubanos y africanos y asiáticos para entrar a Centroamérica en su tránsito hacia el norte. En la espesura del monte son víctimas de asaltos, violaciones sexuales y varios encuentran la muerte al caer por precipicios como el situado en el área conocida como «la loma», según los testimonios de los viajeros.
A Wednerson Similhomme, un haitiano de 25 años, le tomó casi 6 días atravesar la selva junto con su esposa y su pequeña hija.
«Mueren personas en el camino, hay gente que no puede caminar. Cuando entras acá», al poblado de Bajo Chiquito, «es mejor que en la selva, donde hay mafias, con pistolas … acá estamos más seguros», comenta este artesano a Efe.
BAJO CHIQUITO, EL CASERÍO INDÍGENA QUE ACOGE A LOS MIGRANTES
Bajo Chiquito es la primera parada en Panamá de al menos 276 migrantes irregulares, de un grupo de alrededor de 700, que salieron de Colombia luego de que las autoridades del país andino reabrieron sus fronteras terrestres, cerradas durante meses por la pandemia.
Esta ruta llegó a registrar un movimiento mínimo en el 2020 debido al cierre de las fronteras por la pandemia, aunque el flujo nunca se detuvo totalmente; en octubre pasado las autoridades panameñas informaron de que más de 1.000 migrantes habían llegado por Darién en dos meses.
En Bajo Chiquito, los migrantes, familias con hijos pequeños en muchos casos y muy pocos usando tapabocas, se mezclaban con los habitantes del poblado. Se bañaban en el río, donde también lavaban sus ropas, y armaron en las caminerías y frente a las casas pequeñas carpas de colores, decenas de ellas, donde duermen a la espera de poder seguir su camino.
Los viajeros hacían fila para dar sus datos a funcionarios de Migración.
«Hay que tener paciencia. Si tenemos que esperar podemos hacerlo, somos familia», dijo a Efe Wednerson Similhomme, quien aspira llegar con su esposa e hija a Miami (EE.UU.) donde tiene familia y cree que la vida puede ser «más fácil» gracias a un trabajo «en cualquier cosa, en frutas como en Chile, que le permita «para cuidar a la familia».
Lázaro Fondicheli, un cubano de 45 años que viaja con su esposa de 34 años, dice que están «prácticamente secuestrados» en Bajo Chiquito: «nos dicen que no podemos salir por nuestros propios medios, que si no tenemos 25 dólares no nos podemos ir. En un lugar donde todo el mundo sabe que fuimos asaltados por el camino varias veces, violadas las mujeres y los hombres, después de tanto sufrimiento, ¿de dónde vamos a sacar 25 dólares para poder salir?».
«Estamos tirados acá sin agua, sin baño, durmiendo en unas carpas que traemos nosotros mismos, alquilan a 5 dólares por personas unas cabañas que están en pésimas condiciones. No hay una atención médica, aquí uno viene con heridas en los pies gravísimas, yo estoy dañadísimo, mi esposa tiene la salud dañadísima, tiene fiebre, no ha venido nadie a atenderla», añadió.
Las autoridades panameñas están tomando las medidas para recibir a este renovado caudal migratorio procedentes de Colombia, tomando en cuenta que Panamá es el único país centroamericano que ya abrió sus fronteras, el pasado 29 de enero, dijeron a Efe funcionarios del Servicio Nacional de Migración (SNM) y del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront).
El defensor del Pueblo, Eduardo Leblanc, ha dicho que los migrantes que llegan a Bajo Chiquito serán sometidos a una cuarentena de 14 días, y que una vez descartada la infección del nuevo coronavirus se les llevará hacia La Peñita, otro poblado indígena en Darién que ya ha servido de estación migratoria y ha colapsado.
De acuerdo a cifras oficiales obtenidas por Efe, hasta el pasado 9 de febrero había cerca de 1.000 migrantes en Darién: 512 en Bajo Chiquito (276 llegados el lunes pasado); 100 en Lajas Blancas; 375 en San Vicente; y ninguno en La Peñita y 10 en Canan Membrillo.
No está clara la cantidad de migrantes que se encuentra en Los Planes de Gualaca, el albergue panameño que está cerca de la frontera con Costa Rica, un país que aún mantiene cerrada su frontera terrestre y que solo ha habilitado, de manera coordinada con Panamá, una corredor humanitario para que nicaragüenses puedan regresar a su país, dijeron a Efe funcionarios panameño y costarricenses.
LOS ESFUERZOS DE PANAMÁ Y EL SISTEMA DE NACIONES UNIDAS
Cada año miles de migrantes irregulares movidos por traficantes de personas llegan a Panamá procedentes de Suramérica y con destino a Estados Unidos, en un flujo que ha generado crisis humanitarias en el istmo centroamericano en los últimos años.
Idiam Osorio, funcionaria de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Panamá, recalcó a Efe los «esfuerzos» del Estado panameño frente a «todos los retos que implica una migración» de este tipo para que sea «segura, ordenada».
Una prueba de esos esfuerzos es el albergue de San Vicente, con capacidad para recibir a unas 400 personas, ubicado en Darién y levantado tras una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH): allí hay casas modulares, baños, lavandería, caminerías y servicios sanitarios.
Una resolución de la CorteIDH ordenó en mayo pasado al Estado panameño resolver los problemas de hacinamiento y garantizar el acceso a servicios sanitarios de los migrantes en Darién, que esos tiempos sumaban más de 2.500.
«Tener un espacio que reúna, en la medida de lo posible, los estándares humanitarios mínimos que se piden para habitabilidad, manejo de agua, acceso a los derechos y los servicios relacionados» es producto de una «respuesta humanitaria conjunta, coordinada, integral, del sistema de la Naciones Unidas, el Gobierno de Panamá y los actores claves que han estado involucrados en el manejo de la pandemia», dijo Osorio.
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